El Jardín de los Sueños
Érase una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas verdes y ríos cristalinos, un jardín mágico que solo aparecía al caer la tarde. Este jardín, conocido como el Jardín de los Sueños, estaba oculto tras un viejo roble con ramas tan grandes que parecían tocar el cielo. En este lugar especial vivía una joven hada llamada Lira.
Lira tenía alas que brillaban como el oro en el sol y una risa que sonaba como la melodía de un arpa. Era la guardiana del jardín y tenía un don único: podía hacer que los sueños de los niños se hicieran realidad. Pero había una regla que debía seguir: solo podría ayudar a aquellos que creyeran en la magia y en la bondad de los sueños.
Un día, mientras Lira recogía flores que eran hermosas y coloridas como un arcoíris, escuchó un pequeño sollozo. Siguiendo el sonido, encontró a un niño llamado Tomás, que estaba sentado en una piedra, con la mirada triste.
—¿Por qué lloras, pequeño? —preguntó Lira, acariciando las flores que brillaban a su alrededor.
—No tengo amigos y quiero volar como los pájaros —respondió Tomás, secándose las lágrimas con la mano.
Lira, conmovida por su tristeza, decidió ayudarlo. Pero, antes de hacerlo, le dijo:
—Debes creer en la magia de los sueños. Si lo haces, puedo llevarte a donde los pájaros vuelan.
Tomás miró a Lira y, aunque dudó un momento, recordó todas las veces que había imaginado volar. Así que asintió con la cabeza y sonrió tímidamente.
—Creo, creo en la magia —dijo con voz firme.
Entonces, Lira levantó su varita mágica y, en un parpadeo, el aire se llenó de destellos de luz. Las flores del jardín empezaron a brillar aún más y, de repente, Tomás sintió que se elevaba del suelo. Sus pies dejaron de tocar la tierra, y en un instante, se encontró volando entre las nubes, acompañado por la dulce risa de Lira.
—¡Mira! ¡Estamos volando! —gritó Tomás, su corazón palpitando de felicidad.
—Sí, y ahora puedes ver el mundo desde arriba, como lo hacen los pájaros —dijo Lira, guiando a Tomás por un recorrido mágico que atravesaba el cielo azulado.
Juntos volaron sobre campos de flores, montañas nevadas y ríos que brillaban como diamantes. Tomás se sentía feliz y libre, su risa llenando el aire como el canto de los pájaros. Pero mientras disfrutaban de su aventura, Lira notó que algunas nubes oscuras comenzaban a asomarse en el horizonte.
—Debemos regresar antes de que se desate la tormenta —advirtió Lira. Sin embargo, Tomás estaba tan emocionado que no quería aterrizar.
—Por favor, solo un momento más, quiero ver cómo vuelan los gansos —imploró.
A pesar de las advertencias de Lira, Tomás siguió volando y, al poco tiempo, se sintió atrapado entre las nubes. Un viento fuerte sopló, y las nubes oscuras comenzaron a acercarse rápidamente.
—¡Lira! ¡No sé cómo volver! —gritó Tomás, con miedo en su corazón.
Lira instintivamente lo tomó de la mano y, con su varita brillando aún más, dijo: —Confía en mí, Tomás. La memoria de nuestros sueños es más fuerte que cualquier tormenta. Mantén tu fe y volaremos juntos hacia casa.
Con cada latido, las alas de Lira brillaban intensamente, y juntos comenzaron a descender entre el viento. Tomás cerró los ojos y recordó la belleza de su viaje: las flores, los pájaros, el cielo. De repente, sintió que el viento se calmaba y cuando abrió los ojos, estaban de vuelta en el jardín, justo a tiempo antes de que comenzara la tormenta. Las gotas de lluvia empezaron a caer suavemente sobre las hojas, creando una hermosa melodía.
—Lo lograste, Tomás. ¡Volaste! —exclamó Lira, sonriendo.
Tomás, lleno de emoción, abrazó a Lira. —Gracias, gracias por creer en mí y por llevarme a este viaje mágico. —dijo él, con sus ojos brillando de felicidad.
—Siempre que creas en la magia, podrás regresar —le respondió Lira, guiñándole un ojo.
A partir de ese día, Tomás visitó el Jardín de los Sueños siempre que podía, y cada vez que lo hacía, aprendía algo nuevo sobre la amistad y la valentía. Pronto, no solo se convirtió en un niño que podía volar, sino también en un amigo amoroso que siempre animaba a otros a creer en sí mismos.
Con el paso del tiempo, el jardín se llenó de niños que soñaban junto a Lira, y juntos hacían todo lo posible por mantener viva la magia en sus corazones. El viejo roble se convirtió en un símbolo de la esperanza y la amistad, y todos quienes pasaban por su lado aprendían que no importa cuántas tormentas se presenten; siempre hay un arcoíris esperando al otro lado, solo si aprendemos a creer en nuestros sueños.
Moraleja: Aprender a creer en uno mismo es el primer paso para lograr cualquier sueño.